El sillón del diablo: descubre la leyenda más oscura de Valladolid
En el año 1550, la universidad de la ciudad acogió a Alfonso Rodríguez de Guevara, un médico que había perfeccionado sus conocimientos de anatomía en Italia. Su llegada tenía un propósito claro: impartir un curso sobre esta disciplina.
Fueron muchos los jóvenes interesados en la materia. No tardó en destacar rápidamente uno de sus alumnos, el portugués llamado Andrés de Proaza. Decían sus compañeros que el interés que mostraba por la anatomía humana era, como poco, inusual. Había quien lo tachaba de inquietante. Pero, si en algo estaban de acuerdo, era en que tenía un talento prodigioso. Superaba, incluso, al de su afamado maestro. Aunque esta admiración pronto se extendió a los círculos académicos, su actitud despertaba sospechas entre los vecinos. Se hablaba en voz baja sobre sus prácticas nocturnas y sobre los extraños sonidos que provenían de su vivienda.
Con el tiempo, empezaron a circular rumores aún más oscuros: algunos aseguraban que practicaba magia negra.
La inquietud se convirtió en terror cuando un niño de nueve años desapareció en la ciudad.
Los habitantes, preocupados, informaron a las autoridades de los lamentos que escuchaban provenientes de la casa de Andrés y del inquietante tono rojizo que tenía el agua que vertía al río Esgueva.
Cuando las autoridades irrumpieron en la vivienda, se encontraron con una escena espantosa. Descubrieron que el joven portugués había utilizado al niño para sus experimentos anatómicos.
El juicio y la maldición
El Tribunal de la Inquisición tomó el caso y sometió a juicio a Andrés de Proaza. Durante el proceso, sus declaraciones fueron escalofriantes: aseguró haber hecho un pacto con el diablo, quien le transmitía conocimientos a través de un sillón de madera. Según él, al sentarse en ese mueble, se le revelaban los secretos de la nigromancia y avances médicos desconocidos.
Antes de ser condenado a muerte, lanzó una advertencia: aquel que no fuera médico y osara sentarse en el sillón o intentara destruirlo, moriría en el plazo de tres días.
Tras su ejecución, nadie quiso conservar los objetos que habían pertenecido a Proaza.
La Universidad terminó guardándolos en sus almacenes, donde quedaron en el olvido.
Un hallazgo fatal
Con el paso del tiempo, la historia se desdibujó y el sillón quedó relegado a un rincón polvoriento de la facultad.
A finales del siglo XIX, un bedel lo encontró y, sin conocer su siniestra historia, decidió usarlo para descansar. Tres días después, falleció inesperadamente.
La coincidencia pasó desapercibida hasta que su sucesor sufrió el mismo destino. Fue entonces cuando alguien recordó la terrible advertencia de Andrés de Proaza.
Para evitar más muertes, la Universidad decidió colgar el sillón boca abajo del techo, asegurándose de que nadie pudiera volver a sentarse en él.
En 1890, el mueble pasó a formar parte del Museo de Valladolid, donde permanece expuesto hasta el día de hoy, pero protegido por un cordón para que ningún curioso tiente a la suerte.
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